¿Qué podría decirse de un país donde toda su historia ha quedado reflejada en sus piedras? No se acabaría nunca, de tanta información como nos cuentan los historiadores. No basta con ir a Egipto una sola vez. A Egipto hay que volver una y otra vez, no sólo para contemplar sus templos, sus pirámides, su famosa esfinge, las tumbas de los Reyes, las momias…A Egipto hay que volver para ir descubriendo el significado de las miles de inscripciones que se han grabado en sus monumentos, como hizo mi amiga, francesa, Michelle Bollón, que se matriculó en el curso “Keops Egiptología Curso Superior Libre”, un centro con sede en Paris donde se aprende a descifrar los jeroglíficos egipcios. Me contaba amiga que, en un principio, estuvo a punto de abandonar debido a la dificultad que le ofrecía, pero el amor propio y el amor a Egipto pudieron más y nunca dejó de realizar un solo ejercicio. Fue una pena que cuando yo viajé a Egipto todavía no había tenido aquella conversación con mi amiga, pues de haberla tenido hubiera mirado con otros ojos las inscripciones que tanto me fascinaron, aún sin conocer su significado. Michelle ha viajado en numerosas ocasiones al país de los faraones, sola, y en familia y me dice que, como ya descifra, es una maravilla poder interpretar. Al principio, aquellos dibujos le resultaban muy estilizados, muy estéticos, pero nada más, ahora ya distingue entre el egipcio como idioma y el jeroglífico, que es una forma de escritura. Los jeroglíficos sirvieron para anotar por escrito diversos estados sucesivos del idioma, por un lado, y por otro, porque tuvo otros sistemas de escritura. El idioma egipcio se utilizó durante cuatrocientos años, sufriendo diferentes modificaciones de sintaxis.
Hay tres principios por los que se rige la lengua egipcia: el jeroglífico (grabado sagrado), el hierático (escritura sacerdotal) y el demótico (escritura popular). El sentido de la lectura puede leerse, de izquierda a derecha o viceversa, de arriba abajo o en columnas y comienza desde el punto hacia el cual parecen dirigirse las figuras.
Confieso que mi amiga Michelle consiguió embelesarme con los conocimientos que había adquirido sobre el antiguo Egipto y el desarrollo de la vida de este pueblo a lo largo de miles de años.
Cuando viajé a Egipto, aún sin saber nada de lo que refiero, me quedé maravillada ante aquellas inscripciones, ante aquellas figuras que, intuía, contaban tantas cosas; ante el misterio de aquellos hombres vestidos de azul, curtidos por el sol, con turbantes y sonrisas blanquísimas, que aparecían en cualquier momento resaltando sus figuras en medio de la arena del desierto.
Así descubrí una cultura que nos emociona y subyuga, porque a través de los jeroglíficos egipcios hemos sabido del odio, del amor, de los celos, de los juegos, de las ceremonias, del parto, del amamantamiento, de los ritos religiosos, de los cultivos, de las cantidades recolectadas, de las medidas, de las ofrendas, de los sacrificios, de la moda, de los adornos, de la alfarería. Hemos sabido de la reverencia y el amor del pueblo egipcio por los faraones; de las guerras, de los muertos, de los regalos, de los chamanes. Todo lo que un pueblo contiene y atesora a lo largo de su milenaria historia está escrito en las piedras. Si se tiene la suerte de encontrar un buen guía, se llegará a entender, una mínima parte, de la vida de Egipto. En aquél viaje conocí a Hamdy Zaki, reconocido egiptólogo, quien nos recibió y acompañó e hizo que nos sintiéramos en su país como en nuestra casa. Después de muchos años lo he vuelto a encontrar en Madrid y hemos tenido ocasión de departir amigablemente en varias ocasiones. Y, cómo no, conocer de su mano y de sus conocimientos, los secretos y los proyectos que se están desarrollando en su país, como ese gran museo que se está construyendo y que será el mayor del mundo.
Enorme ciudad
El Gran Cairo, veinte millones de habitantes, entre la ciudad de El Cairo y Giza, ya unidas. Ochenta kilómetros de un extremo a otro de la gran urbe. Una hora y media tardaba nuestro autobús en atravesarla cada día, pero no era un tiempo perdido porque en ese trayecto nos dábamos una idea exacta de lo que es el día a día de los egipcios: Carromatos, bicicletas, burros cargados de inverosímiles productos, camionetas con remolques, pequeños autobuses repletos de gente, rostros sonrientes y manos que dicen adiós. Dicen que son cinco millones de vehículos los que se mueven por El Cairo para conseguir ese caos circulatorio que se confunde y entremezcla con el drama y con el júbilo al mismo tiempo, con esa jauría humana que hace del pueblo egipcio un pueblo tan especial y que despierta tanta simpatía y admiración.
Asombro
Todo es posible en El Cairo. Asombra, cómo no, la Ciudad de los Muertos. De los muertos y de los vivos, porque en esta ciudad, – un cementerio- conviven los unos y los otros. Pululan los vivos entre las tumbas, entre perros, entre excrementos, entre los deteriorados vehículos aparcados entre las eternas moradas, mientras el sol cae con fuerza y dora las monumentales tumbas. Refulgen los adornos metálicos y el polvo intenta enturbiarlo todo.
Y, de pronto, las Pirámides. Monumentalidad y simbología. Materia y espíritu. Ocre y azul. Cielo y desierto. La imaginación se desborda y nos lleva muy lejos. Y el viajero se dará cuenta de que ha llegado. Ya no hay distancia entre el pasado y el futuro. Se está allí, en el lugar exacto, donde miles de años nos contemplan. Por la noche, el espectáculo de luz y sonido convirtieron el momento en algo mágico.
Expolio europeo
El Museo de El Cairo. Inenarrable, pese al expolio europeo. Y vuelven los ojos a asombrarse ante el arte de los egipcios, ante su misma esencia. Las manos y el espíritu. Así construía y creaba este pueblo inimitable. Allí la momia de Ramsés II, en refrigerada cámara, junto a otros personajes no tan relevantes.
Una sensación de intromisión y de profanación nos embarga al contemplar esos despojos humanos, ahora objeto de morbo y curiosidad para millones de ojos. De nada valió que se excavaran tantas toneladas de tierra para guardar a tan importantes personajes. De nada sirvieron tanto esfuerzo, tanto trabajo, el costo de tantas vidas, para ocultar lo que se creía iba a ser inexpugnable. Sin embargo, gracias a la curiosidad de tantos estudiosos y amantes del arte antiguo, ahora disfrutamos de estos tesoros.
Tuvo Ramsés II, 52 mujeres, doscientos hijos. Nefertiti, la más querida. Nefertari, la más hermosa. El Nilo, los templos, los obeliscos, los valles, los edificios terrosos, ocres como la arena del desierto, las mezquitas, la vida y su bullir. Y Egipto es mucho más.
Concha Pelayo