Una estructura semejando un muro o pared, oscilando en todo momento: a derecha, a izquierda, adelante, atrás; mostrando u ocultando a los esclavos que claman y claman; cantan como los ángeles durante el tiempo que dura la representación. Ese muro, simbolismo de tantas injusticias, tiene un tono verde mar, como se muestra el océano al atardecer. En conjunto, pareciera que el vestuario de los actores, cientos de esclavos en el escenario, se confundiera con ese tono oceánico. Sin embargo, la iluminación, magnífica, nos descubre los tonos de los vestidos de hombres y mujeres: ocres, amarronados, beiges; todo equilibrado, todo uniformado, para evitar que nadie destaque. Sólo pueden lucir el rey, la reina, y las pequeñas “meninas”, que lucen espectaculares vestidos pomposos, lujosos, en un tono metalizado que rompe el colorido general del resto. Una corona real tiene gran protagonismo.
La música, los coros, las voces que suenan en el templo como una sinfonía constante de aves en el más recóndito paraíso, transporta al espectador a soñar.
Me estoy refiriendo a la ópera Nabucco, de Giuseppe Verdi, que se representa estos días en el Teatro Real de Madrid. Esta obra trata de la conquista y expulsión de los judíos de Jerusalén por parte del rey de Babilonia (Nabucco).
Zaccaria, Sumo Sacerdote, anuncia a los hebreos que no deben temer pues tienen secuestrada a la hija del Rey, Fenena. Ésta está enamorada de un judío llamado Ismaele, que es sobrino del rey de Jerusalén.
Fenena e Ismaele se declaran su amor. Pero el rey Nabuco tiene su otra hija, Abigaill que también está enamorada de Ismaele. Al enterarse de este amor, Zacaria ataca a Fenena con un puñal, pero es detenido por Ismaele. Y vuelven la magia de los amores cruzados que dan tanto juego en cualquier representación y que suelen acabar en tragedia. Como la vida misma.
Según apunta Joan Matabosch, hay que no obviar el tono mesiánico de la trama pues se hace clara referencia a unos versos del profeta Jeremías. Así se proyecta la sombra del profeta y de su interpretación sobre las desgracias de Israel. Tampoco se puede olvidar el sufrimiento de los hebreos que son como un castigo de Dios.
Mientras Nabucco se ausenta de Babilonia, Fenena se convierte al judaísmo y reina, en su ausencia, Abigaille, la que descubre un documento donde se afirma que es hija bastarda de Nabucco y, por tanto, esclava. Intenta arrebatarle el poder a Fenena y hace correr la noticia de que el rey ha muerto, pero éste aparece ante el alboroto de las gentes a las que se les exige que rindan honores como al nuevo dios.
Los hechos se suceden: Nabucco enloquece y Abigaille reina con gran crueldad. En el gran templo de Baal, los sacerdotes presionan para que haga desaparecer a los judíos, pero ha de ser Nabucco el que selle la orden. Mientras los esclavos esperan el castigo, los judíos, a orillas del Eúfrates comienzan a entonar el canto “Va pensiero”.
Aquí hay que respirar hondo y prestar atención al lamento que llega al auditorio desde el escenario. Coros y música se han fundido en perfecta simbiosis. El público se emociona y calla. El final se prolonga en medio del silencio como la brisa recorre el bosque. Los aplausos se oyen y las palmas duelen. El director de orquesta hace un gesto y grita el teatro. Vuelve a obsequiar con otro bis. Y se repite el “Va pensiero”. El coro de los esclavos llena el espacio.
Abigaille, presa de remordimientos, ingiere un veneno que la llevará a la muerte. Pero antes de morir intercede para que su padre bendiga la boda de Fenena e Ismaele.
Cabe destacar el papel de las dos niñas, como meninas velazqueñas, desplazándose por el escenario, asustadizas, huyendo ante la presencia del rey, ante la rotunda presencia de la reina. Un regalo para la vista.
La ópera consta de cuatro actos, dos horas y treinta y cinco minutos de duración. Son 15 representaciones.
Director musical: Nicola Luisotti
Director de escena: Andreas Homoki
Iluminación: Franck Evin
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
Concha Pelayo