La calle está solitaria cuando anochece. Los edificios de viviendas se hallan separados por jardines vallados. Es una calle residencial donde no hay ningún establecimiento. Los coches están aparcados a uno y otro lado de la calzada.
Algunos contenedores de vidrio, cartón y materia orgánica ocupan espacios entre los coches. La soledad de la calle permite a algunos mendigos rebuscar entre lo que se tira, por eso siempre aparecen esparcidos por el suelo zapatos, ropas, secadores rotos, alguna plancha, comida.
Al caminar por la acera casi tropiezo con un montón de libros desparramados. Me detengo sorprendida a mirarlos y observo que todos ellos son alemanes. Me pregunto a quién habrán sobrado esos libros para que los arrojen así con tanto desprecio. Parecen nuevos. Seguí mi camino entre sorprendida e irritada por semejante atentado contra la cultura. No quise hacerme demasiadas preguntas ante el hecho, por tanto, dejé abiertas todas las posibilidades.
Mis pasos, por fin, me llevan al Puente de Segovia. Se ha iluminado la Catedral de la Almudena al otro lado del Río Manzanares y los chorros de agua de las fuentes, que han instalado tras la reciente remodelación, me dejan entrever la iluminación del otro lado de la ciudad. He abandonado la soledad de la calle y me tropiezo con gente que va y viene; los coches en ambas direcciones. Aparece frente a mí el Palacio Real, atravieso la Plaza de Isabel II y comienzo a caminar por la calle Arenal donde el bullicio, a mi alrededor, me saca de mi ensimismamiento. Me vienen a la memoria textos de “Misericordia” de don Benito Pérez Galdós, que he vuelto a leer recientemente y que me llevan, precisamente, por los lugares que cito.
La voz de un tenor y la música de violines me aproximan a un numeroso grupo de personas que escuchan extasiadas. Me detengo junto al grupo, mientras yo también escucho con atención. Las monedas y algunos billetes iban cayendo a una de las cajas, abierta al efecto. Allí permanecí un buen rato disfrutando del bello y espontáneo concierto. Un poco más adelante, un ilusionista jugaba a esconder un reloj en el bolsillo del pantalón de un niño para, al momento, decirle que lo buscara en el bolso de una señora. Y sigue mi distraído deambular hasta tropezarme con una joven solista que, con su violín. Interpretaba “Las Estaciones” de Vivaldi. Cuánto talento desperdiciado -me dije- y cuánta dignidad en estas personas que se ganan la vida como pueden en medio de las calles más concurridas, porque saben que siempre encuentran espectadores que contribuyen a su supervivencia. Los aplausos también premiaron el buen hacer de la violinista.
Por fin en el corazón de Madrid, en la Puerta del Sol, que se muestra como un circo con varias pistas, que hace que no se sepa dónde mirar: tantos estímulos a la vista, tantos atractivos, tanta vida alrededor. Abundan las figuras humanas vestidas de púrpura, imitando a algún dios griego; un Don Quijote escuálido que pugna por caerse de su Rocinante; un pobre diablo metido en un esperpéntico coche de bebé llorando a grito pelado para llamar la atención; vendedores de juguetes luminosos que atraen a los niños; un hombre de mediana edad, bien trajeado y con una Biblia en la mano insta a los viandantes a que piensen que hay otra vida que le traerá la felicidad; un joven descarado, enfrentándose a varios policías que tratan de calmarlo y decirle que se aleje de allí. Aunque lo merecía no lo detuvieron, pues hubo momentos en que golpeó a alguno de ellos. La gente miraba curiosa sin aproximarse demasiado. Yo también me alejé. Llamó mi atención otro corro de personas que miraban silenciosas. Dos personas negras se arrodillaban en el suelo, mientras otros dos hombres detrás de ellos levantaban unas porras simulando el castigo. Se trataba de apoyar a los inmigrantes y rechazar la xenofobia. Mientras todo esto ocurría en el centro de Madrid, miles de jóvenes celebran la fiesta del disfraz terrorífico, las caras pintadas de rojo simulando sangre, brujas con sombreros picudos, máscaras monstruosas para asustar. Y mientras todo esto ocurría, Madrid también recordaba a las cinco jóvenes, que murieron aplastadas en una macro fiesta sin control, hace algunos años, sin que hasta la fecha los responsables hayan sido castigados. Este año no habrá fiestas de nochevieja.
Concha Pelayo