viernes, noviembre 22, 2024

Viajes para recordar

Todavía resuenan en mis oídos los bramidos de los hinchas futboleros argentinos al comprobar que Messi, había ganado. Eran los campeones del mundo y los argentinos habían enloquecido.

Recordé, algunos años atrás, mi viaje a Argentina, y la visión de aquel gigantesco obelisco situado justamente frente al hotel donde me alojaba. Desde arriba podía ver aquella plaza de la República, en la intersección de las avenidas Corrientes y 9 de julio. Conté cuatro calles con ocho carriles cada uno. Es la avenida más ancha del mundo. Recuerdo que, por las noches, tras largas jornadas de patear la ciudad, me refugiaba en mi habitación, pero un enorme luminoso frente al hotel, creo que de coca cola, parpadeaba constantemente y era muy difícil conciliar el sueño pues ni con los ojos bien cerrados aquello dejaba de molestar.

En aquel viaje descubrí una Argentina espectacular, repleta de librerías y de tiendas de flores. Aquello me llamó mucho la atención. Visité, cómo no, la famosa librería Ateneo Grand Splendid, ubicada en el barrio Recoleta. Había sido un precioso teatro, ahora convertido en librería. Dicen que es la más bella del mundo, junto a la de Porto, la librería LELLO. Me llamó a atención un rótulo que decía “Está prohibido ingresar libros en los WC”. En aquella librería tan bella y con tanta historia compré un libro que trataba sobre Muamar el Gadafi y de las atrocidades que había cometido con las mujeres de su vida. Un perfecto sádico. También presencié un espectáculo de tangos en el famoso teatro Colón. Y visité una de sus famosas estancias donde pude conocer la vida de los grandes hacendados de antaño, su forma de vida, sus confortables casas, su mobiliario, sus enseres. Y cómo no, sus caballos y hasta unas gallinas rarísimas que en nada se parecen a las que conocemos aquí.

En Buenos Aires también conocí el Barrio Caminito, todo él lleno de cafetines de cuyo interior salía música de tango. En las puertas de estos cafetines solía haber una pareja, chico y chica, bailando. En uno de aquellos establecimientos el Papa Francisco se mostraba de cuerpo entero. Resultaba bellísimo el espectáculo. Para atraer a los viandantes, la chica solía abordar a un hombre e invitarle a bailar. Los chicos hacían lo mismo con las mujeres. Aquello resultaba muy mágico. Recuerdo que uno de aquellos chicos me invitó a bailar, y pese a no tener ni idea de tangos, eran tan precisas sus explicaciones y tan atinados sus dedos sobre mi espalda que me dejaba deslizar sin mayor complicación. Disfruté mucho de aquel momento. Todavía conservo las fotografías que me hizo alguien de mi grupo. Yo llevaba pantalón vaquero y la foto muestra una de mis piernas sobre la del chico mientras mi cabeza echada hacia atrás y mi mano sobre su cuello marcaba uno de los pasos del tango. Algo tiene esa música que nos envuelve por completo. Y los argentinos lo saben.  

Otro de los momentos inolvidables en Buenos Aires fue la visita al Cementerio de la Recoleta donde está enterrada Evita Perón, Raúl Alfonsín o Bioy Casares. Estuve toda una mañana recorriendo las bien trazadas calles del cementerio y leyendo rótulos y epitafios. Es un lugar de gran belleza y tanto los turistas como los argentinos lo visitan con frecuencia. Precisamente, es uno de los atractivos turísticos más populares de la ciudad, son famosos sus imponentes mausoleos. Su valor arquitectónico refleja la época en que Argentina era una potencia económica emergente a finales del siglo XIX y las familias acomodadas comenzaron a mudarse a la zona de la Recoleta y construir sus panteones. Noventa de estos panteones han sido declarados Monumento Histórico Nacional.

Me gusta visitar los cementerios de las grandes ciudades. Recuerdo también el de Guayaquil, el de Zagreb, el de San Isidro en Madrid o el de Luarca donde está enterrado Severo Ochoa. Todos ellos guardan su propia historia.

De Buenos Aires, a Montevideo, navegué por el Rio la Plata. Un río de aguas amarronadas. Tal vez, por ello, algunos geógrafos no acepten de buen grado eso de la plata ya que sus aguas no se parecen en nada a lo que entendemos por aguas plateadas. Recuerdo aquel viaje en barco disfrutando de lo que me deparaba el paisaje, a sabiendas de que navegaba por el río más ancho del mundo, con 221 km de una orilla a otra. Sin embargo, no se trata de un río muy profundo. Apenas 13 metros. Navegamos durante 290 kilómetros hasta llegar a nuestro destino.

Hoy recuerdo aquel bonito viaje por Argentina y Uruguay por los mundiales de futbol, aunque tanto el Mundial, como Messi y el futbol, me tienen sin cuidado.

Concha Pelayo